Era
rubia y gordita, rechoncha y con la cara siempre sonrosada. Muy callada, pocas
veces oí su voz, aunque era de nuestra edad y vivía muy cerca de nuestra casa.
Casi siempre jugaba sola con una muñeca de trapo muy manoseada y sucia. Y casi
siempre estaba con la cara triste. Sólo sonreía las pocas veces que nos decía
algo, o que nosotros se lo decíamos a ella. Pero esto no sucedía casi nunca,
porque cada vez que sucedía y lo veía su madre, muy enfadada con ella, la hacía
irse a su casa.
- ¡Ya
sabes que tu padre no quiere que hables con nadie! le gritaba.
Yo, la
verdad, no entendía nada de lo que pasaba. Y cuando decía algo en casa a mis
padres, mi madre sobre todo, torcía la cara y murmuraba algo como que en esa
familia algo raro pasaba.
Tendríamos
doce o trece años cuando Azucena empezó a ponerse mas gorda y a tener sus
carrillos como granadas. La cara mas luminosa que nunca.
Un día
dejamos de verla. Cuando volvimos a hacerlo, varios meses más tarde, habían
pasado muchas cosas en su familia: Azucena tenía una hermana recién nacida de
la que nadie sabía nada y a su padre lo encontraron flotando entre el lodo de
la Unquinesa junto al puerto de Udondo con la cara ensangrentada y el vientre
hinchado.
La guardia
civil dijo que de lo borracho que estaba se había golpeado en la cabeza y se
había caído al río donde terminó sus días.
Azucena
siguió siendo tan callada como antes. Eso sí, jugaba mucho con su hermana
pequeña a la que quería de una forma llamativa.
Lo extraño
de todo esto es que a la madre de Azucena se la veía muy contenta y siempre
cantando.
El padre, la
madre y el hijo, los tres Chopitea, habían venido a vivir en el pueblo a una de
los pisos de la casa Echeandía. Un piso de tres habitaciones con cocina
económica y cuarto de aseo. El padre, la madre y el hijo, los Chopitea, eran los
tres gordos, cabezones y con los pies pequeños. Los tres tenían el pelo
hirsuto: el padre y el hijo cortado a cepillo; la madre un poco más largo
acentuando su cara redonda. Los tres vestían de gris, con jerséis de lana gorda
y pantalones, ellos, y falda, ella, de franela descolorida.
No hablaban
mucho porque apenas dominaban el castellano. Su idioma era el vascuence y
aunque podían comunicarse con él porque también lo hablaban otros vecinos, les
daba como vergüenza utilizarlo con otras personas ajenas a su mundo y es que,
su mundo, era el del caserío del que provenían. Caserío que se había incendiado
y que se habían visto obligados a abandonar, abandonando también su entorno
rural y aislado, sin vecindad y sin contactos en el que no necesitaban del idioma
para subsistir. En el caserío tenían todo lo que necesitaban y, por eso, no
practicaban el trato con otras personas. No estaban acostumbrados a hacerlo y
nunca se acostumbraron.
Vivieron en
el piso de la casa Echeandía unos pocos años; los necesarios para poder ahorrar
lo suficiente como para volverse a su mundo, reconstruyendo su caserío en
cuanto pudieron. En este tiempo, el padre se puso a trabajar en una fábrica de
laminaciones cercana, doblando turnos y metiendo todas las horas extras que
pudo, y no gastando nada. Su obsesión era ahorrar y solo ahorrar. En este
tiempo, su único gasto fue la comida y lo imprescindible de la casa. Cuando
digo imprescindible quiero decir imprescindible, porque apenas gastaban en
electricidad, alumbrándose en la noche con velas; la comida la hacían con leña
y carbón que recogían del que quedaba en el trazado del tren de vapor de vía
estrecha que todavía, por entonces, funcionaba en el antiguo trayecto minero de
La Robla. Para recogerlo, el padre salía de casa la noche de los sábados, con
una carretilla y se iba andando hasta Amézola, Luchana o Basurto, recogiendo
piedra a piedra el carbón que se les caía a los fogoneros del tren. Caminaba
por el trazado de la vía hasta llenar la carretilla y, una vez llena, volvía a
casa, también andando, sin dormir, cansado y sudoroso a última hora del domingo
para descansar unas pocas horas y echar una cabezada antes de ir a su turno de
las seis en la fábrica.

A mí,
entonces, lo que más me llamaba la atención era lo que comían – alguna vez,
pocas, me invitaron a su casa para que ayudara a hacer los deberes a su hijo
que era más o menos de mi misma edad -. La base de su alimentación era el maíz:
la harina de maíz. Y con esta harina, patatas, berzas y tocino resolvían todas
las comidas del día. También tenían algo de leche que compraban a Mari, la
lechera, pero solo para el hijo y, también, para mí cuando me invitaban. Con la
harina de maíz hacían moroquil – morokil -: una especie de papilla densa
elaborada con leche hervida, para el hijo, y con agua para los padres que
constituía su desayuno – algo así como un “porridge” vascongado -. Con la
harina de maíz también hacían “talos”: panes ázimos planos cocidos en la chapa
de la cocina económica. Con ellos acompañaban el resto de las comidas: patatas
con berza y con tocino en potaje para comer, y más caldosas, como sopas, para
cenar. Con esta dieta no es de extrañar que fueran gordos.

Los Chopitea,
como decía, no hablaban casi nada y casi no tenían relación con los vecinos.
Conmigo tenían un poco más porque solía ayudar a su hijo con los deberes de la
escuela. Empecé a hacerlo por casualidad; sus padres eran analfabetos y no
sabían ni leer ni escribir y el hijo, que sí iba a la escuela, no tenía a nadie
en su casa que pudiera resolver sus dudas. Un día me lo encontré llorando a la entrada de su
casa y fue entonces cuando me dijo lo que le pasaba: no sabía cómo hacer la
tarea y tenía miedo de que le castigaran. Me ofrecí a ayudarle aquel día y,
como también lo hice algún día más, aquello dio pie a que tuviéramos alguna
relación.
No sé en qué
momento fue, pero hubo un día en que el padre Chopitea dejó de ir a hacer horas
extras a la fábrica y, sin embargo, salía de casa todos los días y volvía
tarde. Así pudo pasar un año o año y medio, hasta que de improviso vinieron a
despedirse y a decirnos que se volvían al caserío; que el padre, en ese tiempo,
había conseguido rehacer lo suficiente como para poder vivir en él.
El caserío,
su caserío, estaba en Sakonetas, justo donde unos años más tarde se decidió
hacer la Universidad. El caserío y su tierra fueron expropiados; el caserío
derribado y, sinceramente, no sé qué fue de ellos, de los Chopitea.