miércoles, 20 de septiembre de 2017

EL RETRATO
 
 
El retrato ha sido, es y será la más obvia de las manifestaciones de la pintura.
Retratar no es solo representar al retratado lo más fielmente que se pueda - esta, quizá es la cualidad menos importante, aunque pueda parecer lo contrario-. retratar es, sobre todo, disfrutar aprehendiendo, aprisionando, el modelo en el lienzo.
Si uno tiene la oportunidad de ver alguno de los desnudos de Modigliani al natural podrá observar cómo la pincelada del artista recorre y acaricia el cuerpo de la modelo.
















 


 









 
 
 














 

 
 



martes, 19 de septiembre de 2017

FORMAS



Por mi formación de arquitecto mis pinturas siempre han estado construidas. Bien en apoyos geométricos, bien en manchas dominantes. Siempre componiendo con alguna excusa. Un ejemplo, el cuadro que adquirió el Museo de Navarra en la exposición de Gorraiz: "la escritura como excusa": En este cuadro la composición se formaliza con la línea amarilla y el fondo se compone con mera escritura diluida. Escritura que no dice nada especial. Puro grafismo.








Otro ejemplo, a partir de una línea lateral y tratamiento de fondos:







En otras ocasiones es la mera división del formato en díptico la que formaliza la obra:







O, una mera mancha central:





En otras ocasiones, sin embargo, la composición es mas construida:








Lo que inevitablemente me conduce a una figuración abstraída:




















miércoles, 6 de septiembre de 2017

MARIONETAS DEL DESTINO

RELATOS










1


HERMINIO




Lo recuerdo y le recordaré siempre igual: con su inseparable abrigo de cheviót y su bufanda manoseada de alpaca blanca apoyado en el pretil de la vía. Justo enfrente y a medio camino del bar y de la cope – la tienda cooperativa social de consumo o, dicho de otra manera, el economato en el que se hacía la compra -.

He olvidado el nombre del bar. Era el único del pueblo. El otro era la bodeguilla, pero en este solo servían vino a granel y coñac de garrafón con bocadillos de atún en escabeche y sardinas gallegas.

No era muy alto. Mas bien, tirando a bajo. Peinado hacia atrás, su pelo – muy pegado en la testa -, hacía como unos ricitos en la nuca. Tenía bigote; cano, como el pelo. También le hacía como unos ricitos en las comisuras de los labios.


Herminio era mutilado de guerra. A mí, siempre me extrañaba un poco lo de mutilado, porque no le faltaba ningún brazo ni ninguna pierna. Tampoco le faltaban dedos, y tenía las dos orejas y también la nariz. El, solía enseñar unas cicatrices en su pierna. Una pierna flaca y como de color oliva. Cuando le preguntaba por qué era mutilado de guerra, Herminio enseñaba sus cicatrices de la pierna mientras regurgitaba y escupía uno de sus gloriosos lapos y enseñaba un carné manoseado con una bandera española en el que debía decir que, efectivamente, era mutilado de guerra.

A mí, seguía extrañándome. Y todavía más, cuando alguna vecina, como sonriendo, decía que ya lo comprendería algún día. 



Los lapos de Herminio eran insuperables. Ellos solos llenan el saco de recuerdos de la infancia y justifican estas líneas. Eran gordos; densos; ribeteados de espuma; anacarados y verdes y, a veces, con algún hilillo rojo. Y tenían ritmo. Quiero decir que no aparecían sin más, sino que brotaban tras una puntual y precisa combinación y sucesión de escalofrío, tos cavernosa, espasmo y regüeldo.


Cuando era muy pequeño le veía todos los días siempre que salía a la calle. Luego, un poco más mayor pero todavía pequeño, le veía también casi todos los días al ir al colegio. Un día ya no le vi, y al preguntar por él me dijeron que se había ido para siempre.









Me dio pena porque siempre que pasaba a su lado me saludaba con afecto. A pesar de que yo nunca me acercaba demasiado a él porque mis padres y mis abuelos me habían dicho que acercarse a él era peligroso porque contagiaba.
Apoyado en el pretil de la vía
antepecho de una vida en la trinchera,
sin compromiso verdadero con el mundo
al margen de todo
en la orilla de todo
Herminio pasa su vida esperando
un final de película,
que arrebate un aplauso
de ese mundo que en el fondo adora.






2

ANDRÉS Y ANTONIO
ANTONIO Y ANDRÉS
 

Andrés y Antonio, Antonio y Andrés, eran los peluqueros. Así querían que se les llamase aunque todos los conocíamos como los barberos. Y a su local, situado en la planta baja de una casa aislada al final del pueblo, le llamábamos la barbería a pesar de que tenía un rótulo muy bonito donde decía “Peluquería Moderna”.
Dentro de la barbería, dos sillones, un espejo grande, el perchero; las sillas donde esperábamos turno, una estufa eléctrica y el mostrador donde se depositaban las tijeras, las navajas y los peines; y también una palangana y una bacía – la primera que vi en mi vida hasta encontrarme con el Quijote -.Además, un  pilar  metálico de fundición en el centro y colgando de él una foto enmarcada y bastante manoseada de un tío muy guapo con el pelo cortado a lo cepillo que servía de modelo que nadie quería seguir, probablemente porque no nos atrevíamos o porque simplemente pensábamos que a la barbería se iba a cortarse el pelo y no a ponerse guapos. De hecho lo normal era que uno se viera bastante más feo y peor después de pasar por las manos del barbero.
Andrés y Antonio, Antonio y Andrés, eran jóvenes, y eran un poco como el dúo dinámico: Andrés, alto y delgado, era un mozo de muy buen ver; Antonio, bajo y enjuto, no era precisamente agraciado, pero en conjunto con Andrés resultaba bien.
Estaban muy unidos. Lo hacían todo juntos y vivían, solos, en la casa situada sobre la barbería. Andrés tenía un aire melancólico y lo hacía todo muy despacio. Antonio, por el contrario, siempre estaba en movimiento: limpiando, barriendo, recogiendo, entrando y saliendo, y muchas veces cantando e incluso bailando con la escoba.
Andrés hablaba muy poco. Antonio no callaba. No se sabía que ninguno de los dos tuviera novia ni se les veía en los paseos en compañía de ninguna mujer, a pesar de que Antonio no perdía oportunidad de echar un piropo – cosa, por otra parte, muy inusual entre la gente del pueblo y solo vista entre los forasteros andaluces, o entre los gitanos -.
Cerca de la barbería estaba la carnicería de Uribe. En ella, de vez en cuando, mataban un cerdo y entonces aprovechaban para hacer unas morcillas con mucha cebolla y puerro que eran buenísimas y que nos apresurábamos a comprar para comerlas con las alubias.
A Andrés y Antonio también les gustaban mucho las morcillas de Uribe.
Cuando había matanza, la hija de Uribe – una chica guapetona y de muy buen ver, de carrillos muy sonrosados y piernas muy fuertes -, se acercaba hasta la barbería para llevar un par de morcillas a los barberos. Como las mujeres no acostumbraban a entrar en la barbería, Antonio salía fuera a recogerlas y pasaba un buen rato de charloteo y risas con la moza.
Cada vez que se acercaba la hija de Uribe con sus morcillas, los hombres que esperaban turno en la barbería cuchicheaban entre sí y se reían por lo bajo. Andrés, siempre se ponía serio y hablaba menos que nunca.
Hubo un día en el que la hija de Uribe, vestida de calle y no con ropa de casa como otras veces, fue a la barbería con sus morcillas. Ese día, Antonio salió como siempre afuera pero, en vez de quedarse de charla con ella, entró con las morcillas, las subió a la casa, se cambió de ropa y se puso de calle; incluso perfumado, y se fue de paseo con la chica. Uno al lado de la otra pero separados, aunque, a lo lejos, parecía que iban más juntos.
Al día siguiente la barbería cerró para siempre. Esa mañana, muy temprano, Andrés se tiró al paso del primer tren, justo en el momento en que sonaba la sirena, el cuerno, de la fábrica con la que el pueblo despertaba.


Nunca más volví a ver a Antonio aunque sí a la hija de Uribe que, a partir de aquel día, se quedó como con mal color, engordó mucho y se volvió muy arisca.


3


ELIOS MOJA









Elios Moja era el sastre. Su establecimiento, situado junto a la estación, tenía sobre el escaparate un gran letrero, de madera teñida en negro, en el que con una caligrafía fina y airosa figuraba su nombre.

Bueno, ... el decía que no era su verdadero nombre sino el que le permitían tener y poner, porque su nombre verdadero era Helios, con hache, y este no lo aceptaban los mandamases.

Su padre, hombre de pensamiento libertario y poco amante de los santos oficiales, quiso que su único hijo tuviera el nombre griego del dios sol. Ese, decía, era su verdadero nombre. Pero, como no le dejaban usarlo, tuvo que cambiarlo por el de Elios, sin hache, como si fuera un diminutivo cariñoso de Eliseo, nombre este que sí le permitían.

La verdad es que vaya usted a saber si esta historia del nombre era cierta, porque lo único cierto es que Elios Moja era un fantasma. Como sastre no era ninguna maravilla: los pantalones de los trajes solían apretar en los muslos y se te metían por el culo; y las chaquetas casi siempre tiraban de la sisa – pero, eso sí, los diseños solían ser de la máxima actualidad una vez que el los interpretaba -.

Como sastre, decía, no era especialmente brillante, pero como contador de historias, como fabulista, era único. Cada vez que tenías que tomarte medidas para una chaqueta, un abrigo, una gabardina, o cualquier otra prenda, había que disponer de toda una tarde libre.

Mientras cogía su metro y sus tizas; mientras sacaba rollos de paños diversos y muestras de todas las clases de tejidos que imaginarse pueda, contaba sus historias floridas, sorprendentes y fabulosas.

Por él me enteré de que entre los moros eligen a sus santones con el rito de las hachas de doble filo: los aspirantes acuden desnudos de la cintura para arriba al círculo de los ancianos, y allí cogen un hacha de doble filo que tiran al aire mientras agachan la cabeza y esperan el golpe de la herramienta en su caída. Si sobreviven se les tiene por hombres santos y viven el resto de su vida a cuerpo de rey. Muchos, la mayoría – decía -, acababan tullidos, malheridos. En el mejor de los casos sin alguna de sus orejas, o sin nariz. Pero en todo caso felices y contentos porque ya no pasarían ni hambre ni necesidad al ser objeto de culto por la gente.

En mi imaginación infantil se mezclaban estas imágenes con las de películas como el ladrón de Bagdad, o Aladino. Y la mezcla me ha acompañado hasta hoy, sigue apareciendo en mis sueños y me permite comprender mejor la riqueza de nuestro mundo, del mundo en que vivimos.





Por una de las charlas con Elios Moja comprendí que la culpa del pecado original fue de Adán y no de Eva como insinuaban, que no decían claramente, las pláticas del cura de la catequesis.



Eva, con el sentido común propio de un ser que simplemente piensa, y piensa porque es racional, puso en evidencia la comodidad y, en el fondo, falta de coraje del hombre – de Adán -, para afrontar que las cosas cambian y deben cambiar. Y Adán, en vez de pensar en lo que le decían, reaccionó como reacciona el macho: le echó huevos al asunto y se comió la manzana.

Cuando se instaló en Bilbao el primer establecimiento del Corte Inglés, la sastrería Moja empezó a decaer. Un día, después de un tiempo sin visitarle, me lo encontré a la puerta de la sastrería. Su aspecto era bastante desaseado. Su ropa se veía ajada y estaba sin afeitar y despeinado. Venía del bar cercano y se tambaleaba un tanto al andar. Me dijo que acababa de rechazar el puesto de jefe de sastres del Corte Inglés. Que él no estaba hecho para trabajar sin libertad. Al poco tiempo, la sastrería cerró. Elios Moja dejó el pueblo y ya no volví a verle.


4

PACO EL CABO PANADERO



Paco era el cabo que estaba al frente del cuartelillo de la guardia civil. Era un hombre rollizo y compacto. Como cuadrado. Seco de trato, la gente le tenía cierto respeto y procuraba no tratarse con él sino lo indispensable. Tampoco su familia tenía trato con la gente del pueblo, ni su mujer ni sus hijos. Estos, más o menos de nuestra edad, apenas salían a la calle, salvo para ir a la escuela nacional – la de don Emilio -, y jugaban, solos, en el patio del cuartel. Alguna vez, por indicación de mi tío Rafa fui a jugar con ellos pero, como no había confianza ni costumbre, no resultaba divertido y procuraba evitar tener que ir.
Paco tenía una panadería en la que trabajaba haciendo pan cuando tenía tiempo, o cuando conseguía que alguno de los borrachillos del pueblo le ayudara. Por eso, el pan de Paco no se hacía todos los días, sino de vez en cuando, aunque siempre sabíamos cuando había pan fresco por el maravilloso olor que notábamos.
Hacía un pan blanco y denso, con la corteza muy brillante y dura, un pan de tierra de campos realmente bueno que la gente compraba más que por bueno – que lo era -, por si acaso, ya que no era el habitual para nuestro gusto y costumbre.
En los días en que Paco, con sus ayudantes ocasionales o solo, hacía pan, la gente compraba dos veces: por la mañana el normal de Harino Panadera; y por la tarde, el de Paco el cabo.
Paco vivió en el pueblo muchos años, aunque su panadería fue de más a menos hasta que cerró definitivamente.
Cuando los de ETA mataron al guardia civil Pardinas, Paco decidió volverse a su tierra andaluza natal, sembrando el desconcierto en sus hijos, que no se sentían ni de aquí ni de allá, y dando a su mujer la mayor alegría en muchos años.
Cuando se fueron quedó en el pueblo una sensación extraña.






5




VISI O BASI








Lo cierto es que ya no recuerdo bien su nombre: si Visi, de Visitación; ó Basi, de Basilia.

Desde luego, el de Basi le cuadra mejor.

Basi era la pantalonera. Trabajaba en su casa y allí acudíamos cuando tenía que hacerme unos pantalones nuevos, o cuando tenía que arreglar los que ya llevaba porque había crecido.

Me tomaba medidas y, a veces, nos invitaba a merendar mientras pasaba la tarde de charla con mi madre o con mi abuela, que eran las que me llevaban allí.

Era una mujer grande; muy grande. Su marido, sin embargo, era pequeño y muy vivaz. Cuando estaban juntos uno no podía sino pensar que Basi era mucha mujer para su marido – desgraciadamente no recuerdo ya su nombre -.

En todo caso no debía ser así porque siempre se les veía muy felices y alegres. El, en general callado; y ella mandando a base de bien y llevando la voz cantante.

Tenían dos hijos. Uno de ellos, el mayor, muy listo. El otro, prácticamente de mi edad, no tanto. El  mayor era muy alto; el pequeño no tanto.

Basi quería igual a sus dos hijos; pero no de la misma manera – lo que desde luego es cualidad de los justos, ya que nada hay más injusto que tratar igual a los que son distintos -. Y los hijos de Basi eran muy distintos. El mayor – el alto -, era estudioso y diligente; pero sobre todo era muy habilidoso para estar siempre en el mejor lugar y disposición en el momento oportuno. Con él, Basi era siempre afectuosa y muy dulce. El pequeño – el de mi edad aproximada, el no tan alto -, era también listo, y aunque no tanto como su hermano también era bastante diligente. Como su hermano, también tenía una especial habilidad: estar siempre a mano en el lugar y en el momento en que se escapaba alguna ostia.

Basi le quería mucho, y no hacía mas que decírselo mientras le apretujaba cariñosamente contra su enorme corpachón y le consolaba las lágrimas que corrían por sus mejillas enrojecidas por el bofetón que acababa de recibir.
Hace poco he sabido de la muerte de Basi. Murió junto a sus nietos, los del hijo menor que también estaba presente. El mayor, por lo visto, estaba – debía estar -, en otro lugar más oportuno y apropiado a sus intereses. Descanse en paz. 
 



 6

 MANOLO EL CARTERO







Manolo era el cartero.Vivía en una casa que estaba en el puerto de Udondo. Una casa bastante grande y muy húmeda con cierta pinta de haber sido relativamente importante en algún momento, ya que tenía un mirador de cristal y hierro que llamaba la atención. Entonces estaba bastante desvencijada y ahora, que sigue existiendo, se encuentra abandonada y destartalada.


El río pasaba justo por debajo de la casa. Bueno, ... más bien lo que quedaba de aquel río que se llamó Udondo porque todo él había desaparecido debajo de una capa de algo así como una espuma de afeitar muy muy densa que a lo largo de los años había ido depositando la Unquinesa – fábrica de productos químicos que formaba parte del paisaje del pueblo -. También había desaparecido el puerto que al parecer algún día existió y en el que debían atracar pequeñas embarcaciones de pesca – poco más que botes de remo -.
Manolo era gallego. Un hombre moreno, muy pequeño y todo cabeza. Por las mañanas, con su uniforme azul y su gorra de visera, repartía el correo. Había conseguido la plaza por haberse presentado voluntario durante la guerra en el bando que ganó.
Por las tardes, cuando se cerró la barbería de Andrés y Antonio, Manolo nos cortaba el pelo en su casa.
Había aprendido a hacerlo durante su estancia en el servicio militar. Ya tenía algo de experiencia por haberse dedicado a rapar mulas y caballos allá en su Galicia natal y no le resultó dificil cambiar la máquina de rapar por las tijeras y el peine porque, total, ... para cortar el pelo y afeitar a los hombres, no hacían falta demasiados aspavientos.
Eso sí, tenías que llevar la cabeza con el pelo bien seco, ya que si estaba mojado no quedaba bien: quedaban escaleras. De hecho, Manolo se negaba a cortarte el pelo hasta que no estuviera bien seco del todo – todavía hoy me resulta raro que mi peluquero para cortarme el pelo lo primero que haga sea mojarlo -.



El corte era a tijera, nada de navajas ni moderneces por el estilo, y se remataba con la maquinilla para limpiar el cuello, recortar las patillas y repasar la faena.
Era un forofo del fútbol. Esa era toda su conversación. Pero era hincha del Real Madrid, cosa absolutamente inconcebible para el resto de los mortales que, por supuesto, éramos del Athletic y ni nos entraba en la cabeza que nadie que viviera en nuestra tierra tuviera otros afectos. Gracias a Manolo pude llegar a intuir, que no a aceptar, que había algún otro jugador casi  tan bueno como nuestros Iriondo, Panizo, Zarra, Venancio y Gainza. En el real Madrid jugaba un tal di Stéfano que decían que era bueno; y un tal Gento que también; y algún otro más cuyo nombre no recuerdo.
Manolo estaba casado. Su mujer, que también era gallega, era como él pequeña y morena; y resultaba graciosa. Pero era muy callada y casi no hablaba con nosotros porque, como solo hablaba en gallego no la entendíamos bien. Por la misma razón tampoco hablaba con la gente del pueblo. Tenían  dos hijos: un chico de mi edad y una chica más pequeña. Habían nacido en Udondo e iban con nosotros a la escuela de Domin. Pero en el recreo, en vez de jugar con todos, sus padres les decían que fueran a su casa que estaba cerca de la escuela. Y cuando terminábamos, también. Por eso, estaban casi siempre solos.
De vez en cuando, Paco, el cabo de la guardia civil, se acercaba a casa de Manolo para cortarse el pelo. Manolo le atendía en cuanto llegaba, sin hacerle esperar turno y nadie decía nada. Cuando terminaba pasaba con él al interior de la casa y allí estaban de charla un rato. Luego, Paco se iba.
Algunos hombres mayores, cuando Manolo y Paco se iban al interior de la casa, se miraban con cara muy seria y movían la cabeza como lamentándose de algo.
Manolo, su mujer y los dos chicos dejaron el pueblo y se volvieron a su tierra. Se fueron de la noche a la mañana. Como con prisa.
Por aquel entonces, en el pueblo, hubo un cierto revuelo con no se qué lío de un vecino de un caserío al que habían detenido, por no se qué, de que habían encontrado en su casa algo o a alguien. No entendí nada, pero lo cierto es que desde entonces nos quedamos sin barbero y tuvimos que ir a Las Arenas a cortarnos el pelo.







 7

 AZUCENA




Era rubia y gordita, rechoncha y con la cara siempre sonrosada. Muy callada, pocas veces oí su voz, aunque era de nuestra edad y vivía muy cerca de nuestra casa. Casi siempre jugaba sola con una muñeca de trapo muy manoseada y sucia. Y casi siempre estaba con la cara triste. Sólo sonreía las pocas veces que nos decía algo, o que nosotros se lo decíamos a ella. Pero esto no sucedía casi nunca, porque cada vez que sucedía y lo veía su madre, muy enfadada con ella, la hacía irse a su casa.

- ¡Ya sabes que tu padre no quiere que hables con nadie! le gritaba.

Yo, la verdad, no entendía nada de lo que pasaba. Y cuando decía algo en casa a mis padres, mi madre sobre todo, torcía la cara y murmuraba algo como que en esa familia algo raro pasaba.

Tendríamos doce o trece años cuando Azucena empezó a ponerse mas gorda y a tener sus carrillos como granadas. La cara mas luminosa que nunca.

Un día dejamos de verla. Cuando volvimos a hacerlo, varios meses más tarde, habían pasado muchas cosas en su familia: Azucena tenía una hermana recién nacida de la que nadie sabía nada y a su padre lo encontraron flotando entre el lodo de la Unquinesa junto al puerto de Udondo con la cara ensangrentada y el vientre hinchado.




La guardia civil dijo que de lo borracho que estaba se había golpeado en la cabeza y se había caído al río donde terminó sus días.

Azucena siguió siendo tan callada como antes. Eso sí, jugaba mucho con su hermana pequeña a la que quería de una forma llamativa.

Lo extraño de todo esto es que a la madre de Azucena se la veía muy contenta y siempre cantando.






8
LOS CHOPITEA


El padre, la madre y el hijo, los tres Chopitea, habían venido a vivir en el pueblo a una de los pisos de la casa Echeandía. Un piso de tres habitaciones con cocina económica y cuarto de aseo. El padre, la madre y el hijo, los Chopitea, eran los tres gordos, cabezones y con los pies pequeños. Los tres tenían el pelo hirsuto: el padre y el hijo cortado a cepillo; la madre un poco más largo acentuando su cara redonda. Los tres vestían de gris, con jerséis de lana gorda y pantalones, ellos, y falda, ella, de franela descolorida.

No hablaban mucho porque apenas dominaban el castellano. Su idioma era el vascuence y aunque podían comunicarse con él porque también lo hablaban otros vecinos, les daba como vergüenza utilizarlo con otras personas ajenas a su mundo y es que, su mundo, era el del caserío del que provenían. Caserío que se había incendiado y que se habían visto obligados a abandonar, abandonando también su entorno rural y aislado, sin vecindad y sin contactos en el que no necesitaban del idioma para subsistir. En el caserío tenían todo lo que necesitaban y, por eso, no practicaban el trato con otras personas. No estaban acostumbrados a hacerlo y nunca se acostumbraron.

Vivieron en el piso de la casa Echeandía unos pocos años; los necesarios para poder ahorrar lo suficiente como para volverse a su mundo, reconstruyendo su caserío en cuanto pudieron. En este tiempo, el padre se puso a trabajar en una fábrica de laminaciones cercana, doblando turnos y metiendo todas las horas extras que pudo, y no gastando nada. Su obsesión era ahorrar y solo ahorrar. En este tiempo, su único gasto fue la comida y lo imprescindible de la casa. Cuando digo imprescindible quiero decir imprescindible, porque apenas gastaban en electricidad, alumbrándose en la noche con velas; la comida la hacían con leña y carbón que recogían del que quedaba en el trazado del tren de vapor de vía estrecha que todavía, por entonces, funcionaba en el antiguo trayecto minero de La Robla. Para recogerlo, el padre salía de casa la noche de los sábados, con una carretilla y se iba andando hasta Amézola, Luchana o Basurto, recogiendo piedra a piedra el carbón que se les caía a los fogoneros del tren. Caminaba por el trazado de la vía hasta llenar la carretilla y, una vez llena, volvía a casa, también andando, sin dormir, cansado y sudoroso a última hora del domingo para descansar unas pocas horas y echar una cabezada antes de ir a su turno de las seis en la fábrica.

A mí, entonces, lo que más me llamaba la atención era lo que comían – alguna vez, pocas, me invitaron a su casa para que ayudara a hacer los deberes a su hijo que era más o menos de mi misma edad -. La base de su alimentación era el maíz: la harina de maíz. Y con esta harina, patatas, berzas y tocino resolvían todas las comidas del día. También tenían algo de leche que compraban a Mari, la lechera, pero solo para el hijo y, también, para mí cuando me invitaban. Con la harina de maíz hacían moroquil – morokil -: una especie de papilla densa elaborada con leche hervida, para el hijo, y con agua para los padres que constituía su desayuno – algo así como un “porridge” vascongado -. Con la harina de maíz también hacían “talos”: panes ázimos planos cocidos en la chapa de la cocina económica. Con ellos acompañaban el resto de las comidas: patatas con berza y con tocino en potaje para comer, y más caldosas, como sopas, para cenar. Con esta dieta no es de extrañar que fueran gordos.

Los Chopitea, como decía, no hablaban casi nada y casi no tenían relación con los vecinos. Conmigo tenían un poco más porque solía ayudar a su hijo con los deberes de la escuela. Empecé a hacerlo por casualidad; sus padres eran analfabetos y no sabían ni leer ni escribir y el hijo, que sí iba a la escuela, no tenía a nadie en su casa que pudiera resolver sus dudas. Un día  me lo encontré llorando a la entrada de su casa y fue entonces cuando me dijo lo que le pasaba: no sabía cómo hacer la tarea y tenía miedo de que le castigaran. Me ofrecí a ayudarle aquel día y, como también lo hice algún día más, aquello dio pie a que tuviéramos alguna relación.

No sé en qué momento fue, pero hubo un día en que el padre Chopitea dejó de ir a hacer horas extras a la fábrica y, sin embargo, salía de casa todos los días y volvía tarde. Así pudo pasar un año o año y medio, hasta que de improviso vinieron a despedirse y a decirnos que se volvían al caserío; que el padre, en ese tiempo, había conseguido rehacer lo suficiente como para poder vivir en él.


El caserío, su caserío, estaba en Sakonetas, justo donde unos años más tarde se decidió hacer la Universidad. El caserío y su tierra fueron expropiados; el caserío derribado y, sinceramente, no sé qué fue de ellos, de los Chopitea.












 MARIONETAS DEL DESTINO