MARIONETAS DEL DESTINO
RELATOS
RELATOS
1
HERMINIO
Lo recuerdo y le recordaré siempre igual: con su inseparable abrigo de cheviót y su bufanda manoseada
de alpaca blanca apoyado en el pretil de la vía. Justo enfrente y a medio
camino del bar y de la cope – la
tienda cooperativa social de consumo o, dicho de otra manera, el economato en
el que se hacía la compra -.

No era muy alto. Mas bien, tirando a
bajo. Peinado hacia atrás, su pelo – muy pegado en la testa -, hacía como unos
ricitos en la nuca. Tenía bigote; cano, como el pelo. También le hacía como
unos ricitos en las comisuras de los labios.

A mí,
seguía extrañándome. Y todavía más, cuando alguna vecina, como sonriendo, decía
que ya lo comprendería algún día.

Cuando
era muy pequeño le veía todos los días siempre que salía a la calle. Luego, un
poco más mayor pero todavía pequeño, le veía también casi todos los días al ir
al colegio. Un día ya no le vi, y al preguntar por él me dijeron que se había
ido para siempre.
Me dio
pena porque siempre que pasaba a su lado me saludaba con afecto. A pesar de que
yo nunca me acercaba demasiado a él porque mis padres y mis abuelos me habían
dicho que acercarse a él era peligroso porque contagiaba.
Apoyado en el pretil de la vía
antepecho de una vida en la trinchera,
sin compromiso verdadero con el mundo
al margen de todo
en la orilla de todo
Herminio pasa su vida esperando
un final de película,
que arrebate un aplauso
de ese
mundo que en el fondo adora.
2
ANDRÉS
Y ANTONIO
ANTONIO Y ANDRÉS
Andrés y Antonio, Antonio y Andrés, eran los peluqueros. Así querían
que se les llamase aunque todos los conocíamos como los barberos. Y a su local,
situado en la planta baja de una casa aislada al final del pueblo, le llamábamos
la barbería a pesar de que tenía un rótulo muy bonito donde decía “Peluquería
Moderna”.
Dentro
de la barbería, dos sillones, un espejo grande, el perchero; las sillas donde
esperábamos turno, una estufa eléctrica y el mostrador donde se depositaban las
tijeras, las navajas y los peines; y también una palangana y una bacía – la
primera que vi en mi vida hasta encontrarme con el Quijote -.Además, un pilar
metálico de fundición en el centro y colgando de él una foto enmarcada y
bastante manoseada de un tío muy guapo con el pelo cortado a lo cepillo que
servía de modelo que nadie quería seguir, probablemente porque no nos
atrevíamos o porque simplemente pensábamos que a la barbería se iba a cortarse
el pelo y no a ponerse guapos. De hecho lo normal era que uno se viera bastante
más feo y peor después de pasar por las manos del barbero.
Andrés
y Antonio, Antonio y Andrés, eran jóvenes, y eran un poco como el dúo dinámico:
Andrés, alto y delgado, era un mozo de muy buen ver; Antonio, bajo y enjuto, no
era precisamente agraciado, pero en conjunto con Andrés resultaba bien.
Estaban
muy unidos. Lo hacían todo juntos y vivían, solos, en la casa situada sobre la
barbería. Andrés tenía un aire melancólico y lo hacía todo muy despacio.
Antonio, por el contrario, siempre estaba en movimiento: limpiando, barriendo,
recogiendo, entrando y saliendo, y muchas veces cantando e incluso bailando con
la escoba.
Andrés
hablaba muy poco. Antonio no callaba. No se sabía que ninguno de los dos
tuviera novia ni se les veía en los paseos en compañía de ninguna mujer, a
pesar de que Antonio no perdía oportunidad de echar un piropo – cosa, por otra
parte, muy inusual entre la gente del pueblo y solo vista entre los forasteros
andaluces, o entre los gitanos -.
Cerca
de la barbería estaba la carnicería de Uribe. En ella, de vez en cuando,
mataban un cerdo y entonces aprovechaban para hacer unas morcillas con mucha
cebolla y puerro que eran buenísimas y que nos apresurábamos a comprar para
comerlas con las alubias.
A
Andrés y Antonio también les gustaban mucho las morcillas de Uribe.
Cuando
había matanza, la hija de Uribe – una chica guapetona y de muy buen ver, de
carrillos muy sonrosados y piernas muy fuertes -, se acercaba hasta la barbería
para llevar un par de morcillas a los barberos. Como las mujeres no
acostumbraban a entrar en la barbería, Antonio salía fuera a recogerlas y
pasaba un buen rato de charloteo y risas con la moza.

Hubo un
día en el que la hija de Uribe, vestida de calle y no con ropa de casa como
otras veces, fue a la barbería con sus morcillas. Ese día, Antonio salió como
siempre afuera pero, en vez de quedarse de charla con ella, entró con las
morcillas, las subió a la casa, se cambió de ropa y se puso de calle; incluso
perfumado, y se fue de paseo con la chica. Uno al lado de la otra pero
separados, aunque, a lo lejos, parecía que iban más juntos.
Al día
siguiente la barbería cerró para siempre. Esa mañana, muy temprano, Andrés se
tiró al paso del primer tren, justo en el momento en que sonaba la sirena, el
cuerno, de la fábrica con la que el pueblo despertaba.
Nunca
más volví a ver a Antonio aunque sí a la hija de Uribe que, a partir de aquel
día, se quedó como con mal color, engordó mucho y se volvió muy arisca.
3
ELIOS
MOJA
Elios Moja era el sastre. Su
establecimiento, situado junto a la estación, tenía sobre el escaparate un gran
letrero, de madera teñida en negro, en el que con una caligrafía fina y airosa
figuraba su nombre.
Bueno,
... el decía que no era su verdadero nombre sino el que le permitían tener y
poner, porque su nombre verdadero era Helios, con hache, y este no lo aceptaban
los mandamases.
Su
padre, hombre de pensamiento libertario y poco amante de los santos oficiales,
quiso que su único hijo tuviera el nombre griego del dios sol. Ese, decía, era
su verdadero nombre. Pero, como no le dejaban usarlo, tuvo que cambiarlo por el
de Elios, sin hache, como si fuera un diminutivo cariñoso de Eliseo, nombre
este que sí le permitían.

La
verdad es que vaya usted a saber si esta historia del nombre era cierta, porque
lo único cierto es que Elios Moja era un fantasma. Como sastre no era ninguna
maravilla: los pantalones de los trajes solían apretar en los muslos y se te
metían por el culo; y las chaquetas casi siempre tiraban de la sisa – pero, eso
sí, los diseños solían ser de la máxima actualidad una vez que el los
interpretaba -.
Como
sastre, decía, no era especialmente brillante, pero como contador de historias,
como fabulista, era único. Cada vez que tenías que tomarte medidas para una
chaqueta, un abrigo, una gabardina, o cualquier otra prenda, había que disponer
de toda una tarde libre.
Mientras
cogía su metro y sus tizas; mientras sacaba rollos de paños diversos y muestras
de todas las clases de tejidos que imaginarse pueda, contaba sus historias
floridas, sorprendentes y fabulosas.
Por él
me enteré de que entre los moros eligen a sus santones con el rito de las
hachas de doble filo: los aspirantes acuden desnudos de la cintura para arriba
al círculo de los ancianos, y allí cogen un hacha de doble filo que tiran al
aire mientras agachan la cabeza y esperan el golpe de la herramienta en su
caída. Si sobreviven se les tiene por hombres santos y viven el resto de su
vida a cuerpo de rey. Muchos, la mayoría – decía -, acababan tullidos,
malheridos. En el mejor de los casos sin alguna de sus orejas, o sin nariz.
Pero en todo caso felices y contentos porque ya no pasarían ni hambre ni
necesidad al ser objeto de culto por la gente.
En mi
imaginación infantil se mezclaban estas imágenes con las de películas como el
ladrón de Bagdad, o Aladino. Y la mezcla me ha acompañado hasta hoy, sigue
apareciendo en mis sueños y me permite comprender mejor la riqueza de nuestro
mundo, del mundo en que vivimos.
Por una
de las charlas con Elios Moja comprendí que la culpa del pecado original fue de
Adán y no de Eva como insinuaban, que no decían claramente, las pláticas del
cura de la catequesis.

Cuando
se instaló en Bilbao el primer establecimiento del Corte Inglés, la sastrería
Moja empezó a decaer. Un día, después de un tiempo sin visitarle, me lo
encontré a la puerta de la sastrería. Su aspecto era bastante desaseado. Su ropa
se veía ajada y estaba sin afeitar y despeinado. Venía del bar cercano y se
tambaleaba un tanto al andar. Me dijo que acababa de rechazar el puesto de jefe
de sastres del Corte Inglés. Que él no estaba hecho para trabajar sin libertad.
Al poco tiempo, la sastrería cerró. Elios Moja dejó el pueblo y ya no volví a
verle.
4

Paco tenía una panadería en la que
trabajaba haciendo pan cuando tenía tiempo, o cuando conseguía que alguno de
los borrachillos del pueblo le ayudara. Por eso, el pan de Paco no se hacía
todos los días, sino de vez en cuando, aunque siempre sabíamos cuando había pan
fresco por el maravilloso olor que notábamos.

En los días en que Paco, con sus ayudantes ocasionales o solo,
hacía pan, la gente compraba dos veces: por la mañana el normal de Harino
Panadera; y por la tarde, el de Paco el cabo.
Paco vivió en el pueblo muchos años, aunque su panadería fue de
más a menos hasta que cerró definitivamente.
Cuando los de ETA mataron al guardia civil Pardinas, Paco decidió
volverse a su tierra andaluza natal, sembrando el desconcierto en sus hijos,
que no se sentían ni de aquí ni de allá, y dando a su mujer la mayor alegría en
muchos años.
Cuando se fueron quedó en el pueblo una sensación extraña.
Basi
era la pantalonera. Trabajaba en su casa y allí acudíamos cuando tenía que
hacerme unos pantalones nuevos, o cuando tenía que arreglar los que ya llevaba
porque había crecido.
5
VISI O BASI
Lo cierto es que ya no recuerdo bien
su nombre: si Visi, de Visitación; ó Basi, de Basilia.
Desde
luego, el de Basi le cuadra mejor.

Me
tomaba medidas y, a veces, nos invitaba a merendar mientras pasaba la tarde de
charla con mi madre o con mi abuela, que eran las que me llevaban allí.
Era una
mujer grande; muy grande. Su marido, sin embargo, era pequeño y muy vivaz.
Cuando estaban juntos uno no podía sino pensar que Basi era mucha mujer para su
marido – desgraciadamente no recuerdo ya su nombre -.
En todo
caso no debía ser así porque siempre se les veía muy felices y alegres. El, en
general callado; y ella mandando a base de bien y llevando la voz cantante.
Tenían
dos hijos. Uno de ellos, el mayor, muy listo. El otro, prácticamente de mi edad,
no tanto. El mayor era muy alto; el
pequeño no tanto.
Basi
quería igual a sus dos hijos; pero no de la misma manera – lo que desde luego
es cualidad de los justos, ya que nada hay más injusto que tratar igual a los
que son distintos -. Y los hijos de Basi eran muy distintos. El mayor – el alto
-, era estudioso y diligente; pero sobre todo era muy habilidoso para estar
siempre en el mejor lugar y disposición en el momento oportuno. Con él, Basi
era siempre afectuosa y muy dulce. El pequeño – el de mi edad aproximada, el no
tan alto -, era también listo, y aunque no tanto como su hermano también era
bastante diligente. Como su hermano, también tenía una especial habilidad:
estar siempre a mano en el lugar y en el momento en que se escapaba alguna
ostia.

Basi le
quería mucho, y no hacía mas que decírselo mientras le apretujaba cariñosamente
contra su enorme corpachón y le consolaba las lágrimas que corrían por sus
mejillas enrojecidas por el bofetón que acababa de recibir.
Hace poco he sabido de la muerte de Basi. Murió junto a sus nietos, los
del hijo menor que también estaba presente. El mayor, por lo visto, estaba –
debía estar -, en otro lugar más oportuno y apropiado a sus intereses. Descanse
en paz.
6

Manolo era el cartero.Vivía en una casa que
estaba en el puerto de Udondo. Una casa bastante grande y muy húmeda con cierta
pinta de haber sido relativamente importante en algún momento, ya que tenía un
mirador de cristal y hierro que llamaba la atención. Entonces estaba bastante
desvencijada y ahora, que sigue existiendo, se encuentra abandonada y
destartalada.
El río pasaba justo por debajo de la casa. Bueno, ... más bien lo que
quedaba de aquel río que se llamó Udondo porque todo él había desaparecido debajo
de una capa de algo así como una espuma de afeitar muy muy densa que a lo largo
de los años había ido depositando la Unquinesa – fábrica de productos químicos
que formaba parte del paisaje del pueblo -. También había desaparecido el
puerto que al parecer algún día existió y en el que debían atracar pequeñas
embarcaciones de pesca – poco más que botes de remo -.
Manolo era gallego.
Un hombre moreno, muy pequeño y todo cabeza. Por las mañanas, con su uniforme
azul y su gorra de visera, repartía el correo. Había conseguido la plaza por
haberse presentado voluntario durante la guerra en el bando que ganó.
Por las tardes,
cuando se cerró la barbería de Andrés y Antonio, Manolo nos cortaba el pelo en
su casa.
Había aprendido a
hacerlo durante su estancia en el servicio militar. Ya tenía algo de
experiencia por haberse dedicado a rapar mulas y caballos allá en su Galicia
natal y no le resultó dificil cambiar la máquina de rapar por las tijeras y el
peine porque, total, ... para cortar el pelo y afeitar a los hombres, no hacían
falta demasiados aspavientos.
Eso sí, tenías que
llevar la cabeza con el pelo bien seco, ya que si estaba mojado no quedaba
bien: quedaban escaleras. De hecho, Manolo se negaba a cortarte el pelo hasta
que no estuviera bien seco del todo – todavía hoy me resulta raro que mi
peluquero para cortarme el pelo lo primero que haga sea mojarlo -.
El corte era a
tijera, nada de navajas ni moderneces por el estilo, y se remataba con la maquinilla
para limpiar el cuello, recortar las patillas y repasar la faena.
Era un forofo del
fútbol. Esa era toda su conversación. Pero era hincha del Real Madrid, cosa
absolutamente inconcebible para el resto de los mortales que, por supuesto,
éramos del Athletic y ni nos entraba en la cabeza que nadie que viviera en
nuestra tierra tuviera otros afectos. Gracias a Manolo pude llegar a intuir,
que no a aceptar, que había algún otro jugador casi tan bueno
como nuestros Iriondo, Panizo, Zarra, Venancio y Gainza. En el real Madrid
jugaba un tal di Stéfano que decían que era bueno; y un tal Gento que también;
y algún otro más cuyo nombre no recuerdo.
Manolo estaba casado.
Su mujer, que también era gallega, era como él pequeña y morena; y resultaba
graciosa. Pero era muy callada y casi no hablaba con nosotros porque, como solo
hablaba en gallego no la entendíamos bien. Por la misma razón tampoco hablaba
con la gente del pueblo. Tenían dos hijos: un chico de mi edad y una
chica más pequeña. Habían nacido en Udondo e iban con nosotros a la escuela de
Domin. Pero en el recreo, en vez de jugar con todos, sus padres les decían que
fueran a su casa que estaba cerca de la escuela. Y cuando terminábamos,
también. Por eso, estaban casi siempre solos.
De vez en cuando, Paco,
el cabo de la guardia civil, se acercaba a casa de Manolo para cortarse el
pelo. Manolo le atendía en cuanto llegaba, sin hacerle esperar turno y nadie
decía nada. Cuando terminaba pasaba con él al interior de la casa y allí
estaban de charla un rato. Luego, Paco se iba.
Algunos hombres
mayores, cuando Manolo y Paco se iban al interior de la casa, se miraban con
cara muy seria y movían la cabeza como lamentándose de algo.
Manolo, su mujer y los dos chicos dejaron el pueblo y se volvieron a su tierra. Se fueron de la noche a la mañana. Como con prisa.
Por aquel entonces,
en el pueblo, hubo un cierto revuelo con no se qué lío de un vecino de un
caserío al que habían detenido, por no se qué, de que habían encontrado en su
casa algo o a alguien. No entendí nada, pero lo cierto es que desde entonces
nos quedamos sin barbero y tuvimos que ir a Las Arenas a cortarnos el pelo.
7
AZUCENA
Era
rubia y gordita, rechoncha y con la cara siempre sonrosada. Muy callada, pocas
veces oí su voz, aunque era de nuestra edad y vivía muy cerca de nuestra casa.
Casi siempre jugaba sola con una muñeca de trapo muy manoseada y sucia. Y casi
siempre estaba con la cara triste. Sólo sonreía las pocas veces que nos decía
algo, o que nosotros se lo decíamos a ella. Pero esto no sucedía casi nunca,
porque cada vez que sucedía y lo veía su madre, muy enfadada con ella, la hacía
irse a su casa.
- ¡Ya
sabes que tu padre no quiere que hables con nadie! le gritaba.
Yo, la
verdad, no entendía nada de lo que pasaba. Y cuando decía algo en casa a mis
padres, mi madre sobre todo, torcía la cara y murmuraba algo como que en esa
familia algo raro pasaba.
Tendríamos
doce o trece años cuando Azucena empezó a ponerse mas gorda y a tener sus
carrillos como granadas. La cara mas luminosa que nunca.
Un día
dejamos de verla. Cuando volvimos a hacerlo, varios meses más tarde, habían
pasado muchas cosas en su familia: Azucena tenía una hermana recién nacida de
la que nadie sabía nada y a su padre lo encontraron flotando entre el lodo de
la Unquinesa junto al puerto de Udondo con la cara ensangrentada y el vientre
hinchado.
La guardia
civil dijo que de lo borracho que estaba se había golpeado en la cabeza y se
había caído al río donde terminó sus días.
Azucena
siguió siendo tan callada como antes. Eso sí, jugaba mucho con su hermana
pequeña a la que quería de una forma llamativa.
Lo extraño
de todo esto es que a la madre de Azucena se la veía muy contenta y siempre
cantando.
El padre, la
madre y el hijo, los tres Chopitea, habían venido a vivir en el pueblo a una de
los pisos de la casa Echeandía. Un piso de tres habitaciones con cocina
económica y cuarto de aseo. El padre, la madre y el hijo, los Chopitea, eran los
tres gordos, cabezones y con los pies pequeños. Los tres tenían el pelo
hirsuto: el padre y el hijo cortado a cepillo; la madre un poco más largo
acentuando su cara redonda. Los tres vestían de gris, con jerséis de lana gorda
y pantalones, ellos, y falda, ella, de franela descolorida.
No hablaban
mucho porque apenas dominaban el castellano. Su idioma era el vascuence y
aunque podían comunicarse con él porque también lo hablaban otros vecinos, les
daba como vergüenza utilizarlo con otras personas ajenas a su mundo y es que,
su mundo, era el del caserío del que provenían. Caserío que se había incendiado
y que se habían visto obligados a abandonar, abandonando también su entorno
rural y aislado, sin vecindad y sin contactos en el que no necesitaban del idioma
para subsistir. En el caserío tenían todo lo que necesitaban y, por eso, no
practicaban el trato con otras personas. No estaban acostumbrados a hacerlo y
nunca se acostumbraron.
Vivieron en
el piso de la casa Echeandía unos pocos años; los necesarios para poder ahorrar
lo suficiente como para volverse a su mundo, reconstruyendo su caserío en
cuanto pudieron. En este tiempo, el padre se puso a trabajar en una fábrica de
laminaciones cercana, doblando turnos y metiendo todas las horas extras que
pudo, y no gastando nada. Su obsesión era ahorrar y solo ahorrar. En este
tiempo, su único gasto fue la comida y lo imprescindible de la casa. Cuando
digo imprescindible quiero decir imprescindible, porque apenas gastaban en
electricidad, alumbrándose en la noche con velas; la comida la hacían con leña
y carbón que recogían del que quedaba en el trazado del tren de vapor de vía
estrecha que todavía, por entonces, funcionaba en el antiguo trayecto minero de
La Robla. Para recogerlo, el padre salía de casa la noche de los sábados, con
una carretilla y se iba andando hasta Amézola, Luchana o Basurto, recogiendo
piedra a piedra el carbón que se les caía a los fogoneros del tren. Caminaba
por el trazado de la vía hasta llenar la carretilla y, una vez llena, volvía a
casa, también andando, sin dormir, cansado y sudoroso a última hora del domingo
para descansar unas pocas horas y echar una cabezada antes de ir a su turno de
las seis en la fábrica.
A mí,
entonces, lo que más me llamaba la atención era lo que comían – alguna vez,
pocas, me invitaron a su casa para que ayudara a hacer los deberes a su hijo
que era más o menos de mi misma edad -. La base de su alimentación era el maíz:
la harina de maíz. Y con esta harina, patatas, berzas y tocino resolvían todas
las comidas del día. También tenían algo de leche que compraban a Mari, la
lechera, pero solo para el hijo y, también, para mí cuando me invitaban. Con la
harina de maíz hacían moroquil – morokil -: una especie de papilla densa
elaborada con leche hervida, para el hijo, y con agua para los padres que
constituía su desayuno – algo así como un “porridge” vascongado -. Con la
harina de maíz también hacían “talos”: panes ázimos planos cocidos en la chapa
de la cocina económica. Con ellos acompañaban el resto de las comidas: patatas
con berza y con tocino en potaje para comer, y más caldosas, como sopas, para
cenar. Con esta dieta no es de extrañar que fueran gordos.
Los Chopitea,
como decía, no hablaban casi nada y casi no tenían relación con los vecinos.
Conmigo tenían un poco más porque solía ayudar a su hijo con los deberes de la
escuela. Empecé a hacerlo por casualidad; sus padres eran analfabetos y no
sabían ni leer ni escribir y el hijo, que sí iba a la escuela, no tenía a nadie
en su casa que pudiera resolver sus dudas. Un día me lo encontré llorando a la entrada de su
casa y fue entonces cuando me dijo lo que le pasaba: no sabía cómo hacer la
tarea y tenía miedo de que le castigaran. Me ofrecí a ayudarle aquel día y,
como también lo hice algún día más, aquello dio pie a que tuviéramos alguna
relación.
No sé en qué
momento fue, pero hubo un día en que el padre Chopitea dejó de ir a hacer horas
extras a la fábrica y, sin embargo, salía de casa todos los días y volvía
tarde. Así pudo pasar un año o año y medio, hasta que de improviso vinieron a
despedirse y a decirnos que se volvían al caserío; que el padre, en ese tiempo,
había conseguido rehacer lo suficiente como para poder vivir en él.
El caserío,
su caserío, estaba en Sakonetas, justo donde unos años más tarde se decidió
hacer la Universidad. El caserío y su tierra fueron expropiados; el caserío
derribado y, sinceramente, no sé qué fue de ellos, de los Chopitea.
MARIONETAS DEL DESTINO
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